Desde hace tiempo, tal vez desde que se comenzó a
pensar que el Quijote era algo más que una caricatura para hacer reír, todo
escritor que cree un personaje tiene que hacerlo muy humano, con virtudes y defectos,
con luces y sombras. Bueno en unos aspectos y malo en otros. Si no, que se
prepare a escuchar que sus personajes son maniqueos. Ahora los héroes tienen
que ser no tan heroicos. El paradigma es una épica de andar por casa.
Nosotros, pobres escritores sin fama, ni voz, ni
voto, tememos salirnos de los esquemas mentales imperantes y contamos
heroicidades llevadas a cabo por personajes que sienten envidia, pereza,
indecisión y que a veces tienen problemas de autoestima. Como un Sandokán con bermudas
y barriguita cervecera; un protagonista de McCarthy que abandonase a sus
amigos; un 007 feo de solemnidad. O un detective Renko con miedo de perder su
pensión.
Bueno, pues no. Un amigo me comentaba que no es
normal que Álvar, protagonista de «Cabo de perros», hiciera ciertas cosas. Pero
mi héroe lo es precisamente porque hace cosas extraordinarias que merecen ser
contadas. Como dirá su hermano (de Álvar) en la segunda parte: «Para él, si le
das una patada a un gato ya has echado a perder todo lo bueno que hayas podido
hacer a lo largo de toda tu vida». Álvar es fiel a sus principios, caiga quien
caiga, a lo largo de toda la historia. Álvar, Draa y Chigui son héroes épicos;
con todas las letras.
O sí: en la segunda parte de «Memorias de América»
algún protagonista tiene momentos de debilidad, de miedo, hace lo que no debe. Algunos malos resultan
no serlo tanto. Como usted, como yo, como el vecino. Todo poco maniqueo y muy
de andar por casa. Incluso los héroes.