Porque
heroico debe ser quien defiende que las cosas sean de la manera que le parece más
justa cuando está inmerso en un mundo injusto. Aunque le debemos poner ciertas
condiciones para llegar a la heroicidad: que no se calle sus opiniones, ni se
esconda, ni mire hacia otro lado ante las injusticias aun cuando eso ponga su
vida en peligro. Nada de superpoderes que le mantengan a salvo de todo y de
todos. Que se la juegue realmente.
Pues
ese es Álvar, el bueno muy bueno. El malo muy malo es el cabo Barbate (por
cierto, un saludo a su homónimo que fue mi instructor en el campamento del
servicio militar en Cartagena, y ahí se pudra donde quiera que esté). Ya
tenemos, entonces, lo que decía Mani: el bien y el mal; los demás pueden ser
personas normales. Normales en su tiempo, quiero decir.
Así
que los otros ya pueden manifestar sus egoísmos, sus virtudes y sus razones
dentro de una normalidad. Insisto: lo que en aquella época imagino que podría
ser considerado «normalidad» y en la que traté de sumergirme, especialmente a
la hora de crear diálogos entre personajes con ideas opuestas. Podrá parecer
una de esas chorradas que inventamos para adornarnos casi todos los que
escribimos, pero realmente en alguna ocasión el razonamiento de algún actor de
la trama se me escapó por caminos que me sorprendieron; posibles respuestas a
dudas que, como español en América, me empeño en resolver.
Porque,
repitiéndome al menos tanto como el ajo, «Cabo de perros» no deja de ser una
reflexión sobre la conquista de América contada como una novela de acción
enmarcada en hechos históricos.
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